El principal recurso del que disponen las agencias estatales de seguridad en su lucha contra el terrorismo es la información.
No en vano el carácter minoritario y clandestino de dicho fenómeno hace que la creación de unidades operativas especializadas y bien equipadas, o el endurecimiento de los blancos potenciales mediante sofisticados mecanismos de protección, resulten relativamente inútiles sin adecuados métodos de detección anticipada que posibiliten además ciertos márgenes de previsión. Convenientemente recogida, analizada con profesionalidad hasta convertirla en inteligencia propiamente dicha y diseminada de la manera más adecuada, la información sirve para frustrar campañas de violencia y llevar ante los jueces a quienes tuvieran responsabilidad penal en hechos delictivos ya perpetrados por una organización clandestina, todo ello sin incomodar lo más mínimo a ciudadanos circunstantes o no involucrados. También sirve para facilitar la toma de decisiones, en materia de política antiterrorista, por parte de las autoridades gubernamentales. La experiencia acumulada en el conjunto de los países democráticos revela que el éxito de la respuesta estatal en la contención del terrorismo es directamente proporcional al énfasis concedido a la función de inteligencia. Cuando resulta precaria o se pierde temporalmente aumentan las facilidades de que disponen los grupúsculos armados, que de hecho pueden apercibirse de tal circustancia para desarrollar sus actividades, lo cual suele manifestarse en un incremento de la violencia.
Sabido es que, en el ámbito de la lucha contraterrorista, gran parte de la información más relevante se obtiene por lo común mediante el espionaje.
En concreto, mediante informantes, agentes infiltrados y tecnologías aplicadas a la vigilancia, lo que implica no pocas dificultades y indudables riesgos.
Es aquí donde adquiere una dimensión singular el papel de los servicios secretos nacionales más especializados y mejor dotados en principio para este tipo de tareas.
Ahora bien, en el caso español como en otros del mundo occidental hay unidades dedicadas a la información que pertenecen a distintas agencias estatales de seguridad con atribuciones en la lucha contraterrorista. Esta situación reclama, desde luego, una instancia coordinadora que aglutine de manera efectiva a representantes de los distintos cuerpos y fuerzas de seguridad implicados, evitando así, cuando menos, su eventual concurrencia funesta.
De cualquier modo, las soluciones aportadas en los distintos países de nuestro entorno a la problemática que plantea este campo multiorganizativo existente en el ámbito de la respuesta estatal ante el terrorismo han sido bastante similares, aunque dados los constreñimientos estructurales habitualmente presentes no suelen conducir a una situación optima, sino más bien a equilibrios complejos que evolucionan de acuerdo con factores tales como cambios en la composición del ejecutivo o la predilección de los gobernantes por un determinado cuerpo policial.
Aunque las operaciones de los servicios de inteligencia en materia contraterrorista acarrean no pocos problemas al conjunto de derechos y libertades que caracterizan a un régimen democrático, distintas experiencias europeas y norteamericanas revelan que sus actividades encubiertas pueden llevarse a cabo con eficacia en el marco de los condicionamientos impuestos por el ordenamiento constitucional. Ello requiere, en primer lugar, que tales operaciones dispongan de un mandato claro y preciso, con indicación expresa de las prioridades asignadas y de los límites establecidos. Respecto al terrorismo, este mandato debe incluir, en mi opinión, una atención intensiva y continuada a los complejos de que se rodean las organizaciones armadas clandestinas, ante la reiterada evidencia de conductas criminales perpetradas en su seno, sin que la actuación se circunscriba únicamente a casos concretos de delito.
Es necesario, por tanto, en segundo lugar, que las actividades de los servicios secretos dispongan de una base legal suficiente. Esta regulación debe, desde luego, ofrecer garantías ante eventuales abusos y arbitrariedades cometidas por los agentes de inteligencia. Pero conviene recordar que las situaciones de vacío legal, como la puesta de manifiesto en nuestro país el pasado mes de marzo al descubrirse las escuchas telefónicas que llevaba a cabo el Cesid en la sede de Herri Batasuna en Vitoria, son particularmente propensas a comportamientos no ya ilícitos, sino incluso desleales por parte de los servicios secretos. Comportamientos que generan alarma social, ocasionan inestabilidad política y afectan negativamente a la legitimidad de las instituciones, por no aludir a la propia imagen pública de las agencias implicadas. En suma, la imprescindible función de inteligencia reclama, en el contexto de los regímenes democráticos, claras directrices ejecutivas, la correspondiente intervención judicial y, por supuesto, una severa supervisión parlamentaria, preferiblemente a cargo de alguna comisión restringida.
Respecto a los servicios secretos españoles en particular, cabe además plantearse si resulta conveniente que una misma agencia central de inteligencia, como es el Cesid, se ocupe al mismo tiempo de fenómenos que afectan a la seguridad exterior de nuestro país y de circunstancias catalogables como riesgos para la seguridad interior. En este sentido, lo cierto es que un tratamiento integrado similar al vigente, aunque haya resultado extemporáneo en el pasado, hace tiempo que se acomoda cada vez mejor al proceso de mundialización en curso y al consiguiente carácter transnacional de las principales amenazas a la seguridad, como ocurre con el terrorismo o la seria delincuencia organizada. Lógicamente, el peligro reside en que, si no existen los controles políticos apropiados y las autoridades competentes se inhiben, una única agencia adquiera, por su magnitud y el volumen de datos recopilados, excesiva capacidad para influir de manera indebida sobre los procesos democráticos.
Ahora bien, lo verdaderamente extraño es que, de acuerdo con esta nueva concepción de la seguridad y con los parámetros propios de una democracia consolidada, los servicios secretos españoles sigan dependiendo orgánicamente del Ministerio de Defensa, tengan un mando militar al frente y persista en su seno una cultura organizativa de rasgos castrenses, pese a la indudable modernización que han registrado durante la última década y a la importante proporción de personal civil con que cuentan. Se trata, sin duda, de una anomalía estructural que debe ser subsanada en atención a criterios de interés general. Sería lamentable que la reforma de los servicios secretos llegara a ocurrir por razones más bien particulares, como consecuencia de contiendas internas entre quienes desempeñan temporalmente la acción de gobierno.
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